Hay quienes hicieron periodismo atrevido con
las calaveras dedicadas a magistrados, maestros, poetas, militares, artistas y
otros personajes, mismas que publicaban en hojas sueltas, en periódicos,
revistas, y se vendían al público el 2 de noviembre. Entre estas publicaciones
se encuentra La patria ilustrada, semanario del siglo XIX, que registra algunas
de las calaveras más antiguas.
En este contexto, poco a poco, se evidencia “el tránsito de la idea a su
materialización física y a la publicitación de ésta”[1].
En aludido caso, Diego Rivera representó como figura principal a la Calavera
Catrina (la muerte), vestida muy elegante, con la serpiente emplumada
-representación mítica esencial de la cultura prehispánica de México-. Presenta
a José Guadalupe Posada, artista que destaca en la creación mexicana de fines
del siglo XIX y principios del XX, el se encuentra tomando el brazo de la
catrina. Rivera plasma como personajes centrales de la obra a Posada y la
Catrina, debido a que este fresco está dedicado a este gran artista,
considerado el más importante grabador mexicano y a quien Rivera siempre
reconoció como su gran inspiración.
la representación de sus huesos significa la
pobreza de aquellos a quienes ya se han despedido de este mundo.
Su elegancia se
comprende como burla directa hacia aquellos que apenas teniendo para comer,
pretendían ser de una clase social más alta al utilizar ropas exclusivas. Este
mural da origen a una metáfora sobre la clase burguesa del país en tiempos pre-revolucionarios, sin embargo aún sigue simbolizando
a una buena muestra de la población mexicana.
representando
la muerte, se concibe como bella y por esta razón las idolatría hacia ella solo
vive en los sujetos que la ejercen y la
interpretan. Según Dufrenne, “hay que evitar invocar el concepto de lo bello
porque es una noción que, dependiendo de la extensión que le demos, parece
inútil para nuestros fines o peligrosa”[1],
considerar entonces a la enunciada calavera como bonita,
no significa que se defina el concepto como tal, sino que se hace una afirmación
de lo que se observa, al espectador deleitarse con nuevas formas de
representación de la muerte, otorgándole un nuevo valor.
Igualmente
el fetiche del arte renace en los monumentos de Juan Torres, que se han
transformado en un objeto coleccionado tanto por mexicanos como por extranjeros, al cual rendirle culto, atribuyéndole poderes
y capacidades mágicas, que permiten que dichas esculturas les den un nuevo
sentido al sino que todos poseen.
Las “catrinas” de Juan Torres son hechas en arcillas,
su referente siempre ha sido la calavera de Juan José
Guadalupe
La muerte es una
constante en su obra, aparece por todas partes en la forma de simbolismos o
esqueletos. Es ineludible resaltar que así como hay quienes la idolatran, hay
presencia de miedos estéticos por parte de los que desconocen dicha cultura, temiéndole
a lo indeseable, dejándose suscitar por “el Síndrome de Candide”[1],
ya que consideran a la catrina como signo de fealdad,
y la catalogan como “objeto antiestético puesto que se aleja de lo que disciernen
como bello”[1],
Concretando todo lo enunciado en líneas anteriores, y
teniendo como referente las palabras de Tomás de Aquino, se da a conocer que
“cada artífice tiende a conferir a su obra la mejor disposición, no en sentido
absoluto, sino con el fin deseado”[1],
y el objetivo que cumple la catrina, está sustentado con diversas obras de
arte que posibilitan denominarla un” Kalón”[2] ya que suscita admiración y atrae las miradas
de muchos.
Las
virtudes en esta no necesariamente son tangibles y alcanza un alto nivel de la
proporción, claridad y forma donde incitan al mundo, a cultivar el espíritu mexicano,
a reír de la muerte, a jugar a escaparse de ella, a recordar nuestra
temporalidad, y saludar a quienes hoy vienen a visitarnos
[1]
Eco, U. La belleza Como proporción y armonía. Historia de la belleza.
Barcelona: Lumen S.A., 2004. Pp. 88-89
[2]
Ibíd., P. 38-39
[1] Ibíd., p.53-54
[1]
“el Síndrome de Candide”: Explica que la
estética se haya ocupado solo del arte y de lo bello; cuando aparecen otras
cualidades no tan placenteras, o son mencionadas de paso o simplemente hechas a
un lado.
[1]
Mandoki, K. Los laberintos de la estètica. En: Prosaica. Introducciòn a la
estètica de lo cotidiano. P.p. 28-31
[1]
Gubern, R. Los meandros de las imágenes. En: patologías de la imagen.
Barcelona: Anagrama, 2004, Pp. 11
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